Capítulo XXII [Una Aventura de María Michón]
(...) Respiraba tanta nobleza la persona que acababan de anunciar bajo un nombre para la señora de Chevreuse hasta entonces desconocido, que ésta se incorporó e hizo al conde una afable seña de que se sentara junto a ella.
Athos saludó y obedeció, y al ver que el lacayo iba a retirarse, levantó la mano como para indicarle que aguardase un momento.
− Señora, dijo a la duquesa, he sido bastante audaz para presentarme en vuestro palacio sin tener la honra de ser conocido por vos; y que el buen éxito ha coronado mi atrevimiento, lo prueba el que os hayáis dignado recibirme. Ahora me animo a solicitar de vos que me prestéis media hora de atención.
− Concedido, caballero− contestó la duquesa sonriéndose del modo más afable.
− Pero, siendo mi ambición insaciable, todavía tengo otra exigencia, señora− repuso Athos− . La entrevista que solicito de vos desearía que fuese cara a cara y durante la cual quería en el alma que no nos interrumpieran.
− No estoy en casa para persona alguna− dijo la duquesa al lacayo− . Podéis marcharos.
El lacayo obedeció.
Hubo un instante de silencio, durante el cual aquellos dos personajes, que a la primera mirada se apercibieron ser ambos de nobilísima estirpe, se examinaron mutuamente con todo desembarazo.
− Pero caballero− profirió la duquesa al cabo de algunos segundos y sonriéndose muy finalmente− , ¿no veis que estoy esperando con impaciencia?
− Y yo, señora− repuso Athos− contemplo con admiración.
− Perdonad caballero− dijo la señora de Chevreuse− , pero me aguija la curiosidad de saber con quién estoy hablando. Es incontestable que sois persona que pertenecéis a la corte, y no obstante nunca os he visto en palacio. ¿Por ventura salís de la Bastilla?
− No, señora− respondió Athos sonriéndose− , más podría darse el caso de que estuviese en la vía que a ella conduce.
− ¡Ah! si es así, apresuraos a decirme quién sois y marchaos, repuso la duquesa con el gracejo que tan bien le sentaba, pues ya estoy bastante comprometida para añadir leña al fuego.
− ¿Quién soy señora? Ya os han dicho mi nombre, soy el conde de La Fere. Este nombre lo habéis ignorado hasta ahora pero en otros días ostentaba yo otro que tal vez llegó a vuestros oídos, pero que tal vez habréis olvidado.
− ¿Cuál?
− Athos.
La duquesa abrió unos ojos tamaños; era evidente que, como dijera el conde, aquel nombre se había conservado en la memoria de la dama, aunque muy confuso entre sus antiguos recuerdos,
− ¿Athos decís? Aguardaos un instante− dijo la duquesa− ; y se llevó las manos a la frente como para obligar a las fugitivas ideas que en ella bullían que se fijaran por un instante, a fin de ver claro en medio de su brillante y abigarrado tropel.
− ¿Queréis que os ayude a recordar, señora? − dijo Athos
− Si que quiero− respondió la duquesa, ya fatigada de buscar.
− El tal Athos era amigo de tres jóvenes mosqueteros que se llamaban Artagnan, Porthos y...
Athos se interrumpió.
− Y Aramis, añadió con viveza la señora de Chevreuse.
− Esto es− repuso Athos− . ¿Con que no habéis olvidado del todo ese nombre?
− No− respondió la duquesa. ¡Pobre Aramis! Era un caballero cumplido, elegante, discreto y no mal poeta: creo que ha tenido mal paradero.
− Peor no podía tenerlo señora: se hizo cura.
− ¡Que desgracia! − profirió la duquesa jugando negligentemente con su abanico− . Os doy las gracias caballero.
− ¿De qué, señora?
− De haberme refrescado ese recuerdo, uno de los más gratos de mi juventud.
− ¿Entonces me permitís que os refresque otro? − preguntó Athos.
− ¿Referente a él?
− Si y no.
− Decid, con un hombre como vos lo arriesgo todo− repuso la duquesa.
− Aramis− continuó Athos− , tenía relaciones con una joven lencera de Tours.
− ¿Una lencera de Tours? − exclamó la señora de Chevreuse.
− Si, señora, una prima suya, a quién llamaban María Michón.
− ¡Ah! la conozco− profirió la señora de Chevreuse− , es la persona a quién él escribía desde el sitio de La Rochela para ponerla sobre aviso respecto de una conspiración que se estaba tramando contra el pobre Buckingham.
− Justamente− dijo Athos− ; ¿me autorizáis para que os hable de ella?
La señora de Chevreuse miró con atención a Athos.
− Os autorizo− dijo− , pero con una condición, y es que no digáis demasiado mal de ella.
− Si así lo hiciera, sería yo un ingrato− profirió Athos− , y para mí la ingratitud, más que una falta o un crimen, es un vicio, lo cual resulta peor.
− ¡Qué! ¿Vos ingrato para María Michón?− dijo la duquesa esforzándose en leer en los ojos de Athos− . ¿Cómo puede ser si nunca habéis conocido personalmente?
− Quién sabe, señora− replicó Athos− . Hay un refrán que dice que solamente las montañas son las que nunca se encuentran, y los refranes son a veces el evangelio.
− Continuad, caballero, continuad− dijo con viveza la señora de Chevreuse− ; no podéis figuraos cuánto me distrae vuestra conversación.
− Me dais alientos, señora; voy a proseguir pues. Aquella prima de Aramis, María Michón, en una palabra, la joven lencera, a pesar de su condición vulgar estaba relacionada con elevadísimos personajes; daba título de amiga a las más ilustres damas de la corte, y la reina misma, no obstante ser ésta tan orgullosa en su doble condición de austriaca y española, la apellidaba su hermana.
− ¡Ay!− dijo la duquesa lanzando un ligero suspiro y arrugando un poco el ceño− , ¡Cuánto han cambiado las cosas desde esa época!
− Y la reina tenía razón− prosiguió Athos− ; porque la lencera era devotísima hasta el extremo de servirle de intermediario con su hermano, el rey de España.
− Lo cual le tachan hoy como un crimen− repuso la señora de Chevreuse.
− Tanto es así− contiunó Athos− , que el cardenal, el verdadero cardenal, el duque de Richelieu, a lo mejor resolvió hacer arrestar a la pobre María Michón y encerrarla en el castillo de Loches. Afortunadamente, las cosas no pudieron llevarse a término tan en secreto que no transpiraran. El caso estaba previsto y si a María Michón le amagaba algún peligro, la reina debía hacer llegar a manos de la lencera un libro de horas encuadernado en terciopelo verde...
− Esto es, caballero− interrumpió la duquesa− : bien instruido estáis.
− Cierta mañana, María Michón recibió por mano del príncipe de Marcillac el libro. No había ni un instante que perder. Por suerte, María Michón y una de sus doncellas, apellidada Ketty, vestían admirablemente el traje de hombre. El príncipe procuró a María Michón un traje de caballero y otro de lacayo para Ketty, amén de des briosos caballos, y las dos fugitivas salieron precipitadamente de Tours, tomando el camino de España, temerosas y por sendas extraviadas y solicitando hospitalidad donde no encontraban mesón o venta que les acogiese.
− En verdad, no puede ser más exacto lo que estáis contando− profirió la duquesa batiendo palmas− . Realmente sería curioso...
− ¿Que yo siguiese a las dos fugitivas hasta el término de su viaje? − repuso Athos al ver que la señora de Chevreuse se interrumpía− . No señora, no abusaré robándoos el tiempo; solo las acompañaré hasta una pequeña aldea del Limosín situada entre Tulle y Angulema, una aldehuela conocida con el nombre de Roche.l’Abeille.
La señora de Chevreuse lanzó un gritito de sorpresa y miró a Athos con asombro, que hizo sonreír al antiguo mosquetero.
− No os apresuréis, señora− prosiguió Athos− , pues lo que me falta deciros es todavía más extraño que lo dicho hasta aquí.
− Caballero− replicó la duquesa− , como os tengo por brujo, todo lo espero; pero en verdad... no importa, proseguid.
− Aquel día la jornada había sido larga y fatigosa. Era el 11 de octubre; en la aldehuela aquella no había posada ni castillo, y las casas de los campesinos eran muy míseras y sucias. María Michón que era persona grandemente aristocrática y lo mismo que la reina, su hermana, estaba acostumbrada a los buenos olores y a la lencería fina, resolvió pues, pedir hospitalidad en casa del párroco.
Athos hizo una pausa.
− ¡Oh! Continuad, continuad− exclamó la duquesa− , ya os he dicho que lo esperaba todo.
− Las dos viajeras llamaron a la puerta− prosiguió el conde− , y como era tarde y el cura estaba acostado, éste les gritó desde la cama que podían entrar. Así lo hicieron tanto más fácilmente cuanto la puerta no estaba cerrada, como suele ocurrir en todas las aldeas. En el cuarto en el que estaba el cura, había luz, y María Michón, que hacía el más bizarro caballero del mundo, empujó la puerta, metió la cabeza por la abertura y pidió hospitalidad.
− Con mucho gusto, mi joven caballero, contestó el cura, siempre y cuando os contentéis con los relieves de mi cena y la mitad de mi cuarto.
Las dos viajeras se consultaron un instante, cruzaron dos palabras en voz baja, se rieron, y luego el señor, o mejor dicho la señora respondió:
− Gracias, señor cura, acepto.
- Pues entonces cenad y haced el menor ruido posible, repuso el cura, pues yo también he corrido todo el día y no me sabría mal dormir esta noche.
La señora de Chevreuse caminaba evidentemente de sorpresa en sorpresa; de asombro en asombro; ya no estaba admirada, si no estupefacta, y miraba a Athos con expresión indecible; bien se conocía en sus ojos el deseo que tenía de hablar, pero con todo se callaba, temerosa de perder una palabra de su interlocutor.
− ¿Qué más? ¿Qué más? − exclamó la duquesa.
− ¿Qué más? − Repuso Athos− . Ahí está lo más difícil duquesa.
− No importa, a mi pueden decírmelo todo− replicó la señora de Chevreuse− . Después de todo, eso no me atañe a mi, sino a la señorita María Michón.
− Es cierto− profirió Athos. Pues sí, María Michón cenó con su doncella, y en cenando y aprovechándose de la licencia del cura, entró en el cuarto en que aquél descansaba, mientras Ketty se acomodaba en un sillón de la primera pieza, es decir, en aquella misma habitación donde habían cenado.
− En verdad, caballero− repuso la duquesa− , si no sois el mismísimo demonio, no se como podéis ser dueño de tales pormenores.
− ¡Qué mujer más encantadora María Michón!− prosiguió Athos; era una de esas atolondradas criaturas a quienes incesantemente se les ocurren las ideas más singulares, un ser de esos que no vienen al mundo más que para perdición de los hombres. Ahora bien, sabiendo quién era su hospedador, pensó que sería en medio de cuantos otros alegres recuerdos que ya conservaba, agenciarse para su vejez el alegre recuerdo de haber condenado a un sacerdote.
− Palabra que me asustáis, conde− dijo la duquesa.
− ¡Ay!− repuso Athos− , el pobre cura no era un San Ambrosio, y, lo repito, María Michón era una mujer adorable.
− Caballero− excalmó la señora de Chevreuse cogiendo las manos de su interlocutor, decidme al punto cómo han llegado a vuestra noticia todos esos pormenores, o envío por un fraile al convento de San Agustín para que os exorcice.
− Nada más fácil, señora− contestó Athos riéndose− . Un caballero, encargado de una comisión importante, había llegado a casa del cura en demanda de hospitalidad una hora antes que vos, y esto en el instante en que el buen sacerdote, llamado a prestar sus auxilios a un moribundo, salía por toda la noche, no solamente de la rectoría, sino de la aldea. El ministro de Dios, lleno de confianza en su huésped, que de otra parte era un hidalgo, le abandonó casa, cena y cama. Así pues, no fue el buen párroco, sino el huésped de este a quién pidió hospitalidad María Michón.
− ¿Y aquel caballero, aquel huésped, aquel noble que llegara antes que ella?...
− Era yo, el conde de La Fere− respondió Athos levantándose y saludando respetuosamente a la duquesa.
La duquesa se quedó por un instante asombrada, luego echándose a reír, exclamó:
− Por mi fe que el caso es extraño y que la atolondrada María Michón halló mejor que no esperaba. Sentaos, señor conde, y hacedme la merced de proseguir vuestro relato.
− No falta más que decir el mea culpa, señora. Yo os he dicho que también yo viajaba en cumplimiento de una comisión urgente; al amanecer, pues, salí silenciosamente de la habitación dejando dormir a mi hermoso compañero de cama. En la primera pieza también estaba durmiendo, con la cabeza descansada en el respaldo del sillón, la doncella, por cierto digna de la señora, y como su lindo rostro me llamara la atención, acérqueme, y conocí en ella a Ketty, a quién Aramis colocara en casa de la viajera. Así fue como supe que esta éra...
− ¡María Michón!− dijo con viveza la señora de Chevreuse.
− María Michón, repuso Athos. Entonces me salí de la rectoría, y me encaminé a la cuadra, donde encontré mi caballo ya ensillado, y a mi lacayo que me estaba aguardando, y partí al instante.
− ¿Y nunca jamás habéis vuelto a pasar por aquella aldea? − preguntó con solicitud la señora de Chevreuse.
− Un año después, señora.
− ¿Os ocurrió algo?
− Quise volver a ver al buen cura, y lo encontré sumamente preocupado con lo que acababa de pasar y que para él era un verdadero enigma. Figuraos, señora, que ocho días antes había recibido una cuna con un precioso niño de tres meses, una bolsa llena de monedas de oro y un papel que no contenía más que estas sencillas palabras: “11 de octubre de 1633”
− Era la fecha de aquella aventura singular− profirió la señora de Chevreuse.
− Bueno, si, pero el párroco no entendía jota; lo único que él sabía era que había pasado aquella noche a la cabecera de un moribundo, porque María Michón también había salido del pueblo antes que el cura hubiese regresado a la rectoría.
− Ya sabéis, caballero− repuso la duquesa− , que cuando María Michón regresó a Francia, en 1634, hizo pedir noticias de aquel niño, al cual no podía conservar a su lado por estar fugitiva, pero, de vuelta en París, se proponía educarlo bajo su vigilancia inmediata.
− ¿Y qué le dijo el párroco a María Michón?− preguntó Athos.
− Que un señor a quién él no conocía se había llevado consigo al niño prometiendo asegurar su porvenir.
− Y era la verdad.
− ¡Ah! ahora todo lo comprendo− profirió la duquesa− ; aquel señor erais vos, su padre.
− No habléis tan recio, señora− dijo Athos− ; está ahí.
− ¡Que está ahí!− exclamó la señora de Chevreuse levantándose de repente− ; ¡mi hijo, el hijo de María Michón está ahí! ¡Quiero verlo al instante!...
− Señora, tened cuidado− atajó Athos− , ved que no conoce a su padre ni a su madre.
− Comprendo, conde; habéis guardado el secreto, y me lo traéis de esta suerte imaginando cuán dichosa ibais a hacerme. ¡Oh! Gracias, señor conde− profirió la duquesa cogiendo la mano de Athos y esforzándose en besársela; gracias; tenéis el corazón más noble del mundo.
− Os lo traigo, señora− dijo Athos retirando la mano− para que a vuestra vez hagáis algo por él. Hasta ahora he velado yo por su educación, y estoy muy seguro que he hecho de él un caballero cumplido; pero obligado a anudar la vida errante y peligrosa del partidario, no más tarde de mañana me lanzo a un negocio en el que puedo perder la vida, y entonces no le quedaría más que vos para guardarlo en medio del proceloso mal de la soledad, donde está llamado a ocupar un sitio.
− Tranquilizaos, conde, exclamó la señora de Chevreuse. Por desgracia gozo hoy de poco favor, pero el poco que me queda lo emplearé en el suyo; en cuanto a su fortuna y a su título...
− No os inquiete eso, señora; le he sustituido en la tierra de Bragelona, que tengo yo en herencia, la cual le da el titulo de vizconde y una modesta renta de diez mil libras.
− Es indudable que sois todo un caballero− profirió la duquesa− ; pero tengo prisa de ver a nuestro joven vizconde. ¿Dónde está?
− Ahí afuera, en el salón; con vuestra licencia voy a llamarlo− dijo Athos.
El conde dio un paso hacia la puerta, pero la señora de Chevreuse lo detuvo preguntándole:
− ¿Es guapo?
− Se parece a su madre− respondió Athos sonriéndose(...)
12.03.2005
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