7.07.2004

An Ideal Husband

Act I
MRS. MARCHMONT. (...) but dear old Gertrude Chiltern is always telling me that I should have some serious purpose in life. So I come here to try to find one.
LADY BASILDON. I don't see anybody here tonight whom one could possibly call a serious purpose. The man who took me in to diner talked to me about his wife the whole time.
MRS. MARCHMONT. How very trivial of him!
LADY BASILDON. Terribly trivial! What did your man talk about?
MRS. MARCHMONT. About myself.
LADY BASILDON. And were you interested?
MRS. MARCHMONT. Not in the smallest degree.

6.01.2004

Los Tres Mosqueteros

Capítulo V [Los mosqueteros del rey y los guardias del cardenal]
En París, no conocía a nadie Artagnan, así es que se dirigió al sitio en que había quedado citado con Athos, sin cuidarse de buscar padrino, decidido a contentarse con los que llevara su adversario. Por otra parte había hecho propósito firme de dar al valiente mosquetero todas las excusas convenientes, aunque sin muestras de flaqueza, temiendo que el estado en el que se encontraba, no le fuese en ningún caso favorable, pues vencido se engrandecería el triunfo de su antagonista, y vencedor podía ser acusado de felonía.
En cuanto a lo demás, o no hemos delineado bien el carácter de nuestro joven aventurero, o el lector habrá debido conocer que no era un hombre vulgar. Así es que, repitiéndose mil veces que su muerte era inevitable, no por eso se resignaría a morir tranquilamente como hubiera hecho quizás en su lugar otro, no tan valiente ni tan casado. Reflexionó acerca de los distintos caracteres de las personas con quienes iba a batirse y empezó a ver más clara su situación. Esperaba, por medio de las disculpas leales que llevaba preparadas, ganarse la amistad de Athos, cuyo aire de gran señor y grave continente le agradaban sobremanera. Lisonjeábase de infundir miedo a Porthos con la aventura del tahalí, la cual, en caso de quedar él con vida, podía contar a todo el mundo y diestramente manejada pondría a Porthos en ridículo; y por último, respecto al disimulado Aramís, no concebía el menor temor, y en la suposición de que pudiese llegar a medir su acero con él, se proponía despacharle pronto y bien, o cuando menos, herirlo en el rostro, como aconsejaba César que se hiciese con los soldados de Pompeyo, y estropear para siempre aquella belleza de que se manifestaban tan orgullosos.(...)
(...)Cuando Artagnan llegó a divisar el terreno despoblado que se extendía al pie de aquel monasterio, hacía solo cinco minutos que Athos estaba aguardando y daban las doce en aquel momento. Fue pues tan puntual como la samaritana; y el casuista más exigente en materia de duelos, nada hubiera tenido que decir.
Athos que sufría cruelmente con su herida, aún cuando había sido nuevamente curada por el cirujano del señor de Treville, se hallaba sentado en un guardacantón, esperando a su adversario con aquel continente tranquilo y aquel aire de dignidad que jamás le abandonaban. En cuanto vió a Artagnan se levantó y dio algunos pasos como era para salirle al encuentro. Este por su parte se acercó a su adversario con la gorra en la mano y arrastrando la pluma por el suelo.
−¡Caballero!−dijo Athos, he citado a dos amigos míos que han de servir de padrinos, pero no han llegado todavía. Me admira que tarden tanto, pues no es esta su costumbre.
−Yo no traigo padrino,−dijo Artagnan−porque habiendo llegado ayer a París, no conozco nadie más que al señor de Treville, a quién he venido recomendado por mi padre, que tiene el honor de contarse de algún modo entre sus amigos.
Athos quedó por un momento pensativo.
−¿No conocéis a nadie más que al señor de Treville?−preguntó
−A nadie más, caballero.
−Eso es otra cosa,−continuó Athos, hablando en parte consigo mismo y en parte con Artagnan−pues veo que si os mato, tendré todas las apariencias de un traga−niños
−No tanto, caballero,−repuso Artagnan con un saludo que no carecía de dignidad;−no tanto, pues me hacéis el honor de batiros conmigo, a pesar de la herida que os deberá incomodar mucho.
−Mucho me incomoda, a fe mía, porque os advierto que me habéis hecho un daño de todos los diablos; pero tiraré con la mano izquierda, que es mi costumbre en semejantes circunstancias. No vayáis a creer por eso que os concedo ninguna ventaja, pues me bato igualmente con una mano que con otra. Aún será peor para vos, porque un zurdo es sumamente embarazoso para las personas que no están acostumbradas; así es que siento no haberos manifestado esta circunstancia.
−Seguramente, caballero,−dijo Artagnan inclinándose de nuevo−tenéis una cortesanía a la que no puedo menos que estar agradecido.
−Me dejáis confuso, joven−replicó Athos con el aire de dignidad que le era propio; hablemos de otra cosa, si os parece. ¡Canario, y cuanto mal me habéis hecho! El hombro se me arde.
−Si me permitieses...−dijo Artagnan con timidez
−¿El qué?
−Tengo un bálsamo maravilloso para las heridas, bálsamo que me regaló mi madre, y cuyos buenos efectos he tenido ocasión de experimentar en mi mismo.
−¿Y qué os ocurre?
−Mirad, estoy seguro que en menos de tres días este bálsamo es curaría; pasado este término y cuando ya estuvieseis perfectamente curado, sería un honor para mi medir con vos mi espada.
Artagnan pronunció estas palabras con una sencillez que realzaba en extremo su cortesanía, sin que por ello menoscabe en lo más mínimo su valor.
−Por vida mía, caballero,−dijo Athos−ved ahí una proposición que me agrada, aún cuando de ningún modo piense aceptarla, pues desde luego está indicando que es la expresión de todo un caballero. Así era como hablaban y se conducían aquellos héroes del tiempo de Carlo Magno, que debieran servirnos de modelo; pero desgraciadamente no nos hallamos en los tiempos del grande emperador, si no en los del cardenal, y de aquí a tres días llegarían a saber, por muy guardado que estuviera el secreto, que debemos batirnos, y tratarían de impedirlo... pero ¡que diablos! Esos calmosos parece que no quieren venir.
−Si tenéis mucha prisa−dijo Artagnan a Athos con la misma sencillez con que poco antes le había propuesto diferir el duelo por tres adías,−si tenéis mucha prisa y deseáis despacharme sin pérdida de tiempo, no os detengáis por eso.
−He ahí otra proposición que me agrada sobremanera.−dijo Athos haciendo un gracioso movimiento con la cabeza−y que revela en la persona que así se produce, talento y valor. Caballero, me gustan los hombres de verdadero temple, y si no nos matamos uno a otros, tendré un verdadero placer en cultivar vuestro trato. Esperemos a esos caballeros, si no lo lleváis a mal, pues tengo tiempo de sobra, y así irá todo más en regla. ¡Ah! Ya creo que tenemos ahí a uno de ellos.
En efecto, al extremo de la calle de Vaugirard se distinguía al hercúleo Porthos.
−¡Cómo!−exclamó Artagnan−, ¿es M. Porthos uno de vuestros testigos?
−Si, por cierto; ¿os desagrada acaso?
−De ningún modo.
Artagnan se volvió hacia donde Athos dirigía su vista, y reconoció a Aramís.
−¡Cómo!−exclamó aún más admirado que la primera vez−; ¿es M. Aramís vuestro segundo testigo?
−Ciertamente; ¿no sabíais que jamás se nos ve al uno sin los otros, y que nos llaman entre los mosqueteros y entre los guardias, en el palacio y en la ciudad, Athos, Porthos y Aramís o los tres inseparables? Nada tiene de extraño, pues ocmo acabáis de llegar de Dax o de Pau...
−De Trabes, interrumpió Artagnan
−No tenéis motivo para saber esta circunstancia, prosiguió Athos.
−A fe mía,−dijo Artagnan, vuestro nombre es en extremo conocido, y si mi aventura llega a hace algún ruido, probará al menos que vuestra unión no se halla fundada en meros contrastes.
A este tiempo se acercó Porthos, saludó con la mano a Athos y volviéndose a Artagnan, se quedó algo sorprendido.
Debemos notar de paso que había cambiado de tahalí y se había quitado la capa.
−¡Hola!−exclamó−: ¡qué significa esto?
−Este es el caballero con quién voy a batirme,−dijo Athos indicando a Artagnan y saludándole con la mano−
−También yo debo batirme con él,−dijo Porthos
−Pero a la una, que es la hora convenida−repuso Artagnan.
−Y yo también estoy citado con este caballero,−dijo Aramís llegando a su vez a donde estaban sus compañeros.
−A las dos, añadió Artagnan con la misma calma.
−¿Y cual es el motivo de tu duelo?−preguntó Aramís a Athos.
−El haberme tropezado en el hombro, causándome un daño terrible.
−Y tu Porthos, ¿por qué te bates?
−Me bato... porque me bato,−respondió Porthos poniéndose colorado−.Athos, a quién nada se le escapaba, sorprendió una ligera sonrisa en los labios del gascón.
−Hemos tenido una disputa sobre el modo de vestir,−dijo el joven.
−¿Y tú, Aramís?−preguntó Athos.
−¿Yo? Por una cuestión teológica,−respondió Aramís haciéndole una señal a Artagnan, como rogándole que guardase secreto sobre la causa del desafío.
Athos descubrió otra sonrisa en los labios de Artagnan.
−¿De veras?−dijo Athos.
−De veras; un punto de San Agustín, sobre el cual no estamos acordes, respondió el gascón.
−Seguramente es hombre de talento,−dijo para si Athos.
−Ahora que estáis reunidos, caballeros, permitidme haceros presentes mis disculpas.
Al oír la palabra disculpas, la frente de Athos se cubrió de una nube sombría; una desdeñosa sonrisa vagó entre los labios de Porthos, y un signo negativo fue la respuesta de Aramís.
−No me comprendéis, caballeros,−dijo Artagnan levantando su cabeza, sobre la cual caía en aquel momento un rayo de sol que doraba las facciones delicadas y atrevidas de su fisonomía−; yo pretendo excusarme para el caso en que no pueda satisfacer mi deuda a los tres, porque M. Athos tiene el derecho de matarme primero, lo que quita mucho de su valor a vuestra deuda, M. Porthos, y hace la vuestra casi incobrable, M. Aramís. Y ahora, caballeros, os lo repito, excusadme, pero solo en este concepto; ¡en guardia!
A estas palabras y del modo más noble que imaginarse pueda, Artagnan tiró de su espada.
La sangre se le había subido a la cabeza, y en aquel momento habría medido sus armas con todos los mosqueteros del reino, como lo hacía entonces con Athos, Porthos y Aramís.
Eran las dos y cuarto. El sol se hallaba en su cenit, y el sitio escogido para teatro del duelo se hallaba expuesto a oda la fuerza de sus rayos.
−Mucho calor hace,−dijo Athos sacando a su vez la espada−; sin embargo, no me atrevo a quitarme la ropilla, porque he sentido ahora poco que de mi herida brotaba sangre, y temería incomodar a este caballero mostrándole sangre que no hubiese derramado por su propia mano.
−Ciertamente, caballero, repuso Artagnan; ya sea derramada por mí o por otro, os aseguro que veré siempre con mucho pesar la sangre de un hombre tan valiente; me batiré pues, con ropilla lo mismo que vos.
−¡Vamos, vamos!,−dijo Porthos, basta de cumplimientos y tened presente que esperamos nuestro turno.
−Hablad por vos sólo, Porthos, cuando se os ocurra decir cosas tan fuera de propósito,−interrumpió Aramís; pues por lo que a mi hace, encuentro muy en su lugar lo que estos caballeros se dicen, y me pacer muy propio de hombres de honor.
−Cuando gustéis, caballero,−dijo Athos poniéndose en guardia.
−Esperaba vuestras órdenes,−dijo Artagnan cruzando su espada−.
Pero apenas habían chocado las dos armas enemigas, cuando un piquete de guardias de su eminencia mandado por M. de Jussac, apareció por una de las esquinas del convento.
−¡Los guardias del cardenal!−exclamaron a un tiempo Porthos y Aramís−. ¡Envainad las espadas!
Pero ya era tarde. Los combatientes habían sido sorprendidos en una actitud que no dejaba la menor duda acerca de sus intenciones.
−¡Hola!−gritó Jussac adelantándose hacia ellos y haciendo señal a sus hombres de que lo imitaran; ¡hola! Mosqueteros, ¡un desafío! ¿y los edictos de qué sirven?
−Sois por cierto muy generosos, señores guardias,−dijo Athos encolerizando porque Jussac era uno de los agresores del la antevíspera. Si viésemos nosotros que ibais a batiros, seguros podíais estar de que no os lo estorbaríamos. Dejadnos, pues, terminar nuestras diferencias, y os proporcionaréis con ello un rato de placer que no os costará nada.
−Señores,−dijo Jussac−, con mucho sentimiento os anuncio que me es imposible acceder a vuestros deseos. El deber es antes de todo: con que así, envainad vuestras espadas y seguidnos.
−Caballero,−dijo Aramís remedando a Jussac, con mucho placer obedeceríamos a la graciosa invitación que acabáis de hacernos, si eso dependiera de nosotros, pero desgraciadamente no es posible, porque al señor de Treville nos lo ha prohibido; con que así, seguid vuestro camino que es lo mejor que podéis hacer.
Esta salida exasperó a Jussac.
−Os daremos una carga si tratáis de desobedecer,−exclamó.
−Ellos son cinco,−dijo Athos a media voz−, y nosotros no somos más que tres; vamos a ser derrotados y tendremos que morir aquí, pues por mi parte declaro formalmente que no me vuelvo a presentar vencido delante del capitán.
Athos, Porthos y Aramís se aproximaron unos a otros mientras Jussac alineaba a sus soldados.
Este momento bastó a Artagnan para tomar su partido, era este uno de aquellos acontecimientos que deciden de la suerte de un hombre; tenía que elegir entre el rey y el cardenal, y perseverar en su elección una vez que la hubiese hecho. Batirse, es decir, contravenir la ley, o en otros términos, arriesgar su cabeza, haciéndose de un golpe enemigo en la persona del ministro, más poderosa que la del mismo rey; he aquí las reflexiones que se agolparon a imaginación del joven; pero debemos decir en elogio suyo que no titubeó ni un momento. Así es que, volviéndose a Athos y a sus amigos:
−Señores,−les dijo−, tengo que hacer una observación a vuestras palabras. Habéis dicho que no erais más que tres, pero a mi me parece que somos cuatro.(...)

Los Tres Mosqueteros

Capítulo IV [El hombro de Athos, el Tahalí de Porthos y el pañuelo de Aramís]
Artagnan, furioso, había atravesado la antecámara en tres brincos, y precipitándose hacia la escalera, contaba asimismo bajar sus escalones de cuatro en cuatro, cuando, impulsado por la violencia de la carrera, fue a chocar contra un mosquetero que salía de la habitación de Treville por una puerta secreta, y golpeándose con la frente en un hombro, le hizo dar un grito, o por mejor decir, un aullido.
−Perdonad− dijo Artagnan, tratando de continuar su carrera;−perdonad, pues estoy muy de prisa.
No había bajado aún el primer escalón cuando sintió una mano de hierro que le asió fuertemente por el cuello y le detuvo .
−¡Estáis de prisa!−exclamó el mosquetero pálido como la cera;−¿y os parece que basta con un simple “perdonad” para excusar vuestro atropello? De ningún modo, joven. ¿Creéis, porque habéis oído hoy al señor de Treville, hablarnos ago descortésmente, que puede tratársenos del mismo modo que él nos habla? Estáis muy equivocado, camarada, vos no sois el señor de Treville.
−A fe mía−respondió Artagnan, que reconoció a Athos, el cual después que el doctor terminó la cura se volvía a su habitación;−a fe mía que tropecé con vos sin querer y no habiéndolo hecho de intento. Os he pedido perdón. Me parece bastante. Os repito, sin embargo, bajo palabra de honor, y acaso hago más de lo que debiera, que estoy de prisa, muy de prisa; con que así, soltadme, os lo suplico, y dejadme ir a lo que tengo que hacer.
−Caballero,−dijo Athos soltándose,−no tenéis educación; ya se conoce que acabáis de llegar desde muy lejos.
Artagnan había ya bajado tres o cuatro escalones, pero a la observación que hizo Athos, se detuvo.
−¡Por vida mía!, caballero−exclamó−venga de donde quiera, no seréis vos el que me haya de dar una lección de cortesanía; yo os lo aseguro.
−Puede que si,−dijo Athos.
−¡Ah! Si no estuviera de prisa−exclamó Artagnan−y no me urgiera más pillar a otro...
−Señor apresurado, a mi me podéis encontrar sin necesidad de correr, ¿entendéis?
−¿Y dónde?
−Junto al Carmen Descalzo.
−¿A qué hora?
−A las doce del día.
−¿A las doce? Bien, ahí estaré.
−Procurad no hacerme esperar mucho, porque os prevengo que a las doce y cuarto seré yo el que corra tras de vos y os cortaré las orejas a la carrera.
−Bien,−dijo Artagnan;−estaré a las doce menos diez minutos. Y apretó a correr como si el diablo le llevara, esperando encontrar a su desconocido, el cual con el paso lento al que caminaba, no podía estar todavía muy lejos.
Pero en la puerta de la calle estaba Porthos hablando con uno de los guardias. Había entre ambos el espacio justo para que pasara un hombre, y creyendo Artagnan que ese espacio era bastante, se lanzó por entre ellos. Desgraciadamente no había contado con el viento, el cual, a tiempo de pasar Artagnan, arremolinó la capa de Porthos, y le obstruyó el paso.
Sin duda, Porthos tenía sus razones para abandonar esta parte esencial de su traje, pues en vez de dejar libremente la tela, tiró hacia si envolviendo en ella a Artagnan, por un movimiento de rotación, que puede explicarse por la violenta resistencia del obstinado Porthos.
Artagnan, que oía jurar al mosquetero, quiso salir por debajo de la capa que le cegaba, y procuraba escurrirse por entre los pliegues. Lo que más temía era el haber estropeado el magnífico tahalí del que ya hemos hecho mención; pero al abrir tímidamente los ojos, se halló con su nariz pegada a las espaldas de Porthos, precisamente sobre el tahalí, ¡Ay! Esta brillante prenda, lo mismo que la mayor parte de las cosas de este mundo, que solo tiene apariencia, era de oro por delante y de simple badana por detrás. Porthos, como hombre de rumbo, ya que no podía gastar un tahalí entero de oro, llevaba al menos la mitad; y ahora podrá comprenderse mejor la necesidad del constipado y la urgencia de la capa.
−¡Canario!−gritó Porthos haciendo los mayores esfuerzos para desembarazarse de Artagnan que le bullía en las espaldas; estáis loco por fuerza para arrojaros de esa manera sobre la gente.
−Perdonad,−dijo Artagnan, apareciendo por debajo del hombro del gigante;−iba a toda prisa en persecución de uno, y...
−¿Y olvidáis los ojos por ventura cuando corréis?−preguntó Porthos.
−No, por cierto,−contestó Artagnan algo picado;−no por cierto, y gracias a mis ojos, he visto lo que no ven los demás.
Porthos comprendió o no comprendió la alusión, pero lo cierto fue, que dejándose llevar por su cólera...
−Os prevengo, caballero−dijo−que si os rozáis de esa manera con los mosqueteros, vais a quedar almohazado como las caballerías.
−¿Almohazado? Caballero,−dijo Artagnan−la palabra es algo dura.
−La que conviene a un hombre acostumbrado a mirar siempre de frente a sus enemigos.
−¡Oh! Ya me figuro que no volvéis la espalda a los vuestros.
Y el joven, encantado de su agudeza, se alejó riéndose a más y mejor.
Porthos se montó en cólera, e hizo un movimiento como para precipitarse contra Artagnan.
−Más tarde, más tarde,−le gritó este−cuando no llevéis la capa.
−Pues a la una detrás de Luxemburgo.
−Muy bien, a la una−replicó Artagnan doblando la esquina de la calle.(...)
(...)Fuera de esto, se había comprometido con dos hombres capaces cada uno de matar a tres Artagnanes; con dos mosqueteros, en fin, individuos de un cuerpo respetable y a quienes colocaba allá en sus adentros sobre todos los demás hombres.
La situación era penosa. Seguro iba a ser muerto por Athos, para nada se acordaba de Porthos. Sin embargo, como la esperanza es lo último que abandona el corazón del hombre, llegó a imaginarse que podría sobrevivir, si bien con terribles heridas, a aquellos dos duelos, y para el caso de supervivencia se hizo las reconvenciones siguientes:
−¡Qué aturdido y terco soy! Ese valiente y desgraciado Athos estaba precisamente herido en el hombro, contra el cual fui a topar como un carnero. Lo que me admira es que no me haya dejado allí seco, y hubiera hecho muy bien, porque el dolor que le habré causado ha debido ser atroz. En cuanto a Porthos, ¡oh! En cuanto a Porthos, a fe mía que es la cosa más graciosa. Y el joven echó a reír sin querer, mirando no obstante, si por casualidad esa risa sin motivo a los ojos de las personas que le mirasen, podía ofender a algún transeúnte. En cuanto a Porthos, es cosa más graciosa, pero no por eso soy menos aturdido. ¿Es correcto acaso echarse así sobre la gente sin avisar de antemano, y mirar bajo la capa lo que a mi no me importaba? Él me hubiera perdonado si no le hubiese ido a hablar de ese maldito tahalí en palabras embozadas, aunque embozadas con cierta gracia. ¡Vamos! soy un maldito gascón, y sería capaz de estarme burlando sobre las parrillas en que me asaran. Vaya, pues, amigo Artagnan,−continuó hablando consigo mismo con toda la calma que creía convenirle;−si escapas de esta, cosa que será difícil, es preciso que te citen como modelo; ser prudente y bien educado no es ser cobarde. Ahí tienes a Aramís que es la gracia, la dulzura en persona. Y bien, ¿ha podido decir alguien que Aramís sea un cobarde? No por cierto, y desde ahora me propongo tomarle en todo por modelo. Justamente le veo allí.
Artagnan, caminando sin cesar a pesar de hablar consigo mismo, había llegado a algunos pasos de la calle de Aiguillón, delante de la cual había visto que estaba Aramís en conversación con tres caballeros, guardias del rey. Aramís por su parte no había dejado de conocer a Artagnan; pero recordando que el señor de Treville se había acalorado fuertemente aquella mañana delante de ese joven, y no siéndole de modo alguno agradable la presencia de un testigo de las reconvenciones que aquél había dirigido a los mosqueteros, hizo, como suele decirse, la vista gorda.
Artagnan, por el contrario, muy en ánimo de seguir sus planes de conciliación y cortesía, se aproximó a los cuatro jóvenes, haciéndoles un profundo saludo acompañado de una graciosa sonrisa... Aramís inclinó ligeramente la cabeza, pero sin manifestar la más leve sonrisa. Por lo demás, los cuatro interrumpieron al punto su conversación.
Artagnan no era tan negado que no conociese que estaba allí de sobra, pro no tenía aún bastante mundo para salir airosamente de una posición falsa, como es generalmente la de un hombre que se reúne a personas a quienes apenas conoce, y se mezcla en una conversación que no le concierne. Buscaba, pues, interiormente un medio de sacarse lo menos mal posible de aquella situación embarazosa, cuando advirtió que Aramís había dejado caer en el sueño su pañuelo, y sin duda por inadvertencia tenía el pie puesto encima. Parecióle oportuna la ocasión de reparar su falta, y bajándose con el aire más gracioso que pudo, sacó el pañuelo de debajo del pie del mosquetero, a pesar de los esfuerzos que éste hacía para retenerlo, y entregándoselo dijo:
−Creo, caballero, que sentiríais perder este pañuelo.
El pañuelo estaba, en efecto, ricamente bordado, y se veía marcada una de sus puntas con unas armas y una corona. Aramís se puso encendido como el carmín y arrebató más bien que tomó el pañuelo de las manos del gascón.
−¡Hola! ¡Hola!−exclamó uno de los guardias.−¿Dirás ahora, discreto Aramís, que estáis en desgracia con madama de Bois Tracy, cuando esta hechicera dama tiene la atención de prestarte sus pañuelos?
Aramís lanzó a Artagnan una de esas miradas que hacen comprender a un hombre que acaba de hacerse un mortal enemigo, y añadió en seguida, recobrando su habitual dulzura.
−Os equivocáis, caballeros, este pañuelo no me pertenece, y no se por qué este hombre ha tenido el capricho de entregármelo a mí más bien que a cualquiera de vosotros; en prueba de ello, ved aquí el mío.
Diciendo esto, sacó del bolsillo su pañuelo, que era también muy elegante y de fina batista, sin embargo de que este género costaba en aquella época muy caro; pero no tenía bordado alguno, ni armas, y solo la cifra de su propietario.
Por esta vez Artagnan se quedó cortado enteramente, pues había conocido su torpeza. Pero los amigos de Aramís no se dejaron convencer a pesar de su negativa, y dirigiéndose uno de ellos al joven mosquetero, afectando un aire serio:
−Si fuera cierto lo que manifiestas,−le dijo−querido Aramís, me vería precisado a reclamártelo, pues como sabes, Bois Tracy es uno de mis íntimos amigos, y no puedo consentir que sirvan de trofeo las prendas de su mujer.
−No reclamarías debidamente,−respondió Aramís−y aún cuando reconociese la justicia de tu reclamación en cuanto al fondo, la resistiría en cuanto a la forma.
−El hecho es, añadió Artagnan con timidez, que no he visto caer el pañuelo del bolsillo del señor Aramís, sino solamente que éste tenía puesto el pie encima y he creído por esta circunstancia que el pañuelo era suyo.
−Y os habéis equivocado, querido señor−repuso con frialdad Aramís, muy poco satisfecho con semejante expresión. Y volviéndose en seguida hacia el guardia que se había manifestado amigo de Bois Tracy, continuó:−por otra parte, señor amigo íntimo de Bois Tracy me considero tan amigo de este caballero como tu mismo, y por consiguiente el pañuelo ha podido muy bien haberse caído tanto de tu bolsillo como del mío.
−No, a fe mía−exclamó el guardia de S.M.
−Tu jurarás por tu honor y yo bajo mi palabra, de modo que uno de los dos tendrá forzosamente que mentir. Hagamos, pues, una cosa mejor. Montarán y tomaremos cada uno la mitad.
−¿Del pañuelo?
−Si.
−Perfectamente,−exclamaron los otros dos guardias:−el juicio de Salomón.
−Por vida nuestra, Aramís, que eres hombre de ingenio.
Los jóvenes prorrumpieron en sonoras carcajadas, y como es de presumir, el asunto no tuvo otras consecuencias. Un instante después cesó a conversación, y los tres guardias y el mosquetero, apretándose cordialmente las manos, se marcharon, aquellos por un lado y Aramís por el otro.
−He aquí el momento de hacer las paces con este apuesto mancebo−dijo entre sí Artagnan, que se había mantenido algo apartado durante la última parte de aquella conversación; y acercándose con ese buen propósito a Aramís, el cual se alejaba sin parar mientes en él:
−Caballero,−le dijo−espero que tendréis la bondad de perdonarme.
−¡Caballero!−interrumpió Aramís−permitidme que os diga que no os habéis conducido en esta ocasión como conviene a una persona de honor.
−¡Qué! Supondréis...
−Supongo que no seréis un necio, y que sabréis muy bien, aunque recién venido de Gascuña, que no se pisan sin motivos particulares los pañuelos de bolsillo. París no se halla emparedado de bestias.
−Siento, caballero, que tratéis de humillarme de ese modo−repuso Artagnan, en quién el genio camorrista principiaba a sobreponerse a sus resoluciones pacíficas.−Soy gascón, es verdad, y supuesto que lo sabéis, no tendré necesidad de deciros que los de mi país son un poco sufridos, y que cuando han llegado a dar sus excusas, aunque sea por una necesidad, creen que han hecho la mitad y más de lo que les corresponde.
−Caballero, lo que os he dicho,−replicó Aramís−no es en ningún modo con ánimo de armar disputa. A Dios gracias no soy espadachín, y no siendo mosquetero más que interinamente, nunca me bato, sino cuando me veo precisado a ello, y eso con grande repugnancia. Pero esta vez, el negocio es grave, porque ay de por medio una dama a quién habéis comprometido.
−¡Yo! ¡Pues está bueno!−exclamó Artagnan.
−¿Por qué habéis cometido la torpeza de levantar ese pañuelo del suelo?
−¿Y por qué habéis cometido vos la torpeza de dejarlo caer?
−Ya os he dicho, y lo repito, caballero, que ese pañuelo no ha caído de mi bolsillo.
−¡Pues bien! Ya habéis mentido con ésta dos veces, porque yo mismo lo he visto caer.
−¡Hola ¡Lo tomáis en este tono, señor gascón! Pues bien, ya os enseñaré a vivir.
−¡Ya os lo dirán de misas, señor clérigo! Tirad al momento de vuestra espada.
−No haré tal, si lo tenéis a bien, amigo, o por lo menos, no en este sitio, ¿No veis que estamos frente a la casa de Aguillón, que está toda llena de hechuras del cardenal? ¿Quién me asegura que su eminencia no os haya encargado que le llevéis mi cabeza? Y os prevengo que la quiero con exceso, porque me parece que sienta muy bien sobre mis hombros. No rehúso mataros; en cuanto a este punto podéis estar tranquilo; pero deseo mataros con menos bulla, en un sitio cerrado y cubierto donde no podáis jactaros de vuestra muerte con persona alguna.
−Puede que así sea, pero con todo no confiéis demasiado, y llevad vuestro pañuelo, bien os pertenezca o no, porque tal vez tengáis que hacer uso de él.
−Sois gascón−repuso Aramís socarronamente.
−Si, pero el gascón nunca diferiría un duelo por una prudencia.
−Caballero, la prudencia e una virtud bastante inútil para los mosqueteros, pero indispensable a la gente de la iglesia; y como yo no soy mosquetero sino provisionalmente, necesito ser prudente. A las dos tendré el honor de esperaros en el palacio del señor de Treville. Ahí os indicaré sitio muy a propósito.
Saludáronse los jóvenes y en seguida se alejó Aramís subiendo por la calle que conducía al Luxemburgo, mientras Artagnan, viendo que se acercaba la ora, tomaba el camino del Carmen Descalzo, diciendo para si:
−Seguramente ya no puedo volverme atrás; pero al menos, si he de ser muerto, lo seré por un mosquetero.

Jo's Boys

Chapter XXII [Positively Last Appearance] p.358
And now, having endeavored to suit every one by many weddings, few deaths, and as much prosperity as the eternal fitness of things will permit, let the music stop, the lights die out, and the curtain fall forever on the March family.

4.04.2004

The Importance of Being Earnest

Act I
ALGERNON. My dear fellow, the way you flirt with Gwendolen is perfectly disgraceful. It is almost as bad as the way Gwendolen flirts with you.

ALGERNON. You have always told me it was Ernest. I have introduced you to everyone as Ernest. You are the most earnest-looking person I ever saw in my life. It is perfectly absurd your saying that your name isn't Ernest.

ALGERNON. The truth is rarely pure and never simple.

ALGERNON. All women become like their mothers. That is their tragedy. No man does. That's his.

ALGERNON. I hope tomorrow will be a fine day, Lane.
LANE. It never is, sir.
ALGERNON. Lane, you're a perfect pessimist.
LANE. I do my best to give satisfaction, sir.

Act III
GWENDOLEN. If you are not too long, I will wait here for you all my life.

JACK. Gwendolen, it is a terrible thing for a man to find out suddenly that all his life he has been speaking nothing but the truth. Can you forgive me?

LADY BRACKNELL. My nephew, you seem to be displaying signs of triviality.
JACK. On the contrary, Aunt Augusta, I've now realized for the firs time in my life the vital Importance of Being Earnest.