6.01.2004

Los Tres Mosqueteros

Capítulo IV [El hombro de Athos, el Tahalí de Porthos y el pañuelo de Aramís]
Artagnan, furioso, había atravesado la antecámara en tres brincos, y precipitándose hacia la escalera, contaba asimismo bajar sus escalones de cuatro en cuatro, cuando, impulsado por la violencia de la carrera, fue a chocar contra un mosquetero que salía de la habitación de Treville por una puerta secreta, y golpeándose con la frente en un hombro, le hizo dar un grito, o por mejor decir, un aullido.
−Perdonad− dijo Artagnan, tratando de continuar su carrera;−perdonad, pues estoy muy de prisa.
No había bajado aún el primer escalón cuando sintió una mano de hierro que le asió fuertemente por el cuello y le detuvo .
−¡Estáis de prisa!−exclamó el mosquetero pálido como la cera;−¿y os parece que basta con un simple “perdonad” para excusar vuestro atropello? De ningún modo, joven. ¿Creéis, porque habéis oído hoy al señor de Treville, hablarnos ago descortésmente, que puede tratársenos del mismo modo que él nos habla? Estáis muy equivocado, camarada, vos no sois el señor de Treville.
−A fe mía−respondió Artagnan, que reconoció a Athos, el cual después que el doctor terminó la cura se volvía a su habitación;−a fe mía que tropecé con vos sin querer y no habiéndolo hecho de intento. Os he pedido perdón. Me parece bastante. Os repito, sin embargo, bajo palabra de honor, y acaso hago más de lo que debiera, que estoy de prisa, muy de prisa; con que así, soltadme, os lo suplico, y dejadme ir a lo que tengo que hacer.
−Caballero,−dijo Athos soltándose,−no tenéis educación; ya se conoce que acabáis de llegar desde muy lejos.
Artagnan había ya bajado tres o cuatro escalones, pero a la observación que hizo Athos, se detuvo.
−¡Por vida mía!, caballero−exclamó−venga de donde quiera, no seréis vos el que me haya de dar una lección de cortesanía; yo os lo aseguro.
−Puede que si,−dijo Athos.
−¡Ah! Si no estuviera de prisa−exclamó Artagnan−y no me urgiera más pillar a otro...
−Señor apresurado, a mi me podéis encontrar sin necesidad de correr, ¿entendéis?
−¿Y dónde?
−Junto al Carmen Descalzo.
−¿A qué hora?
−A las doce del día.
−¿A las doce? Bien, ahí estaré.
−Procurad no hacerme esperar mucho, porque os prevengo que a las doce y cuarto seré yo el que corra tras de vos y os cortaré las orejas a la carrera.
−Bien,−dijo Artagnan;−estaré a las doce menos diez minutos. Y apretó a correr como si el diablo le llevara, esperando encontrar a su desconocido, el cual con el paso lento al que caminaba, no podía estar todavía muy lejos.
Pero en la puerta de la calle estaba Porthos hablando con uno de los guardias. Había entre ambos el espacio justo para que pasara un hombre, y creyendo Artagnan que ese espacio era bastante, se lanzó por entre ellos. Desgraciadamente no había contado con el viento, el cual, a tiempo de pasar Artagnan, arremolinó la capa de Porthos, y le obstruyó el paso.
Sin duda, Porthos tenía sus razones para abandonar esta parte esencial de su traje, pues en vez de dejar libremente la tela, tiró hacia si envolviendo en ella a Artagnan, por un movimiento de rotación, que puede explicarse por la violenta resistencia del obstinado Porthos.
Artagnan, que oía jurar al mosquetero, quiso salir por debajo de la capa que le cegaba, y procuraba escurrirse por entre los pliegues. Lo que más temía era el haber estropeado el magnífico tahalí del que ya hemos hecho mención; pero al abrir tímidamente los ojos, se halló con su nariz pegada a las espaldas de Porthos, precisamente sobre el tahalí, ¡Ay! Esta brillante prenda, lo mismo que la mayor parte de las cosas de este mundo, que solo tiene apariencia, era de oro por delante y de simple badana por detrás. Porthos, como hombre de rumbo, ya que no podía gastar un tahalí entero de oro, llevaba al menos la mitad; y ahora podrá comprenderse mejor la necesidad del constipado y la urgencia de la capa.
−¡Canario!−gritó Porthos haciendo los mayores esfuerzos para desembarazarse de Artagnan que le bullía en las espaldas; estáis loco por fuerza para arrojaros de esa manera sobre la gente.
−Perdonad,−dijo Artagnan, apareciendo por debajo del hombro del gigante;−iba a toda prisa en persecución de uno, y...
−¿Y olvidáis los ojos por ventura cuando corréis?−preguntó Porthos.
−No, por cierto,−contestó Artagnan algo picado;−no por cierto, y gracias a mis ojos, he visto lo que no ven los demás.
Porthos comprendió o no comprendió la alusión, pero lo cierto fue, que dejándose llevar por su cólera...
−Os prevengo, caballero−dijo−que si os rozáis de esa manera con los mosqueteros, vais a quedar almohazado como las caballerías.
−¿Almohazado? Caballero,−dijo Artagnan−la palabra es algo dura.
−La que conviene a un hombre acostumbrado a mirar siempre de frente a sus enemigos.
−¡Oh! Ya me figuro que no volvéis la espalda a los vuestros.
Y el joven, encantado de su agudeza, se alejó riéndose a más y mejor.
Porthos se montó en cólera, e hizo un movimiento como para precipitarse contra Artagnan.
−Más tarde, más tarde,−le gritó este−cuando no llevéis la capa.
−Pues a la una detrás de Luxemburgo.
−Muy bien, a la una−replicó Artagnan doblando la esquina de la calle.(...)
(...)Fuera de esto, se había comprometido con dos hombres capaces cada uno de matar a tres Artagnanes; con dos mosqueteros, en fin, individuos de un cuerpo respetable y a quienes colocaba allá en sus adentros sobre todos los demás hombres.
La situación era penosa. Seguro iba a ser muerto por Athos, para nada se acordaba de Porthos. Sin embargo, como la esperanza es lo último que abandona el corazón del hombre, llegó a imaginarse que podría sobrevivir, si bien con terribles heridas, a aquellos dos duelos, y para el caso de supervivencia se hizo las reconvenciones siguientes:
−¡Qué aturdido y terco soy! Ese valiente y desgraciado Athos estaba precisamente herido en el hombro, contra el cual fui a topar como un carnero. Lo que me admira es que no me haya dejado allí seco, y hubiera hecho muy bien, porque el dolor que le habré causado ha debido ser atroz. En cuanto a Porthos, ¡oh! En cuanto a Porthos, a fe mía que es la cosa más graciosa. Y el joven echó a reír sin querer, mirando no obstante, si por casualidad esa risa sin motivo a los ojos de las personas que le mirasen, podía ofender a algún transeúnte. En cuanto a Porthos, es cosa más graciosa, pero no por eso soy menos aturdido. ¿Es correcto acaso echarse así sobre la gente sin avisar de antemano, y mirar bajo la capa lo que a mi no me importaba? Él me hubiera perdonado si no le hubiese ido a hablar de ese maldito tahalí en palabras embozadas, aunque embozadas con cierta gracia. ¡Vamos! soy un maldito gascón, y sería capaz de estarme burlando sobre las parrillas en que me asaran. Vaya, pues, amigo Artagnan,−continuó hablando consigo mismo con toda la calma que creía convenirle;−si escapas de esta, cosa que será difícil, es preciso que te citen como modelo; ser prudente y bien educado no es ser cobarde. Ahí tienes a Aramís que es la gracia, la dulzura en persona. Y bien, ¿ha podido decir alguien que Aramís sea un cobarde? No por cierto, y desde ahora me propongo tomarle en todo por modelo. Justamente le veo allí.
Artagnan, caminando sin cesar a pesar de hablar consigo mismo, había llegado a algunos pasos de la calle de Aiguillón, delante de la cual había visto que estaba Aramís en conversación con tres caballeros, guardias del rey. Aramís por su parte no había dejado de conocer a Artagnan; pero recordando que el señor de Treville se había acalorado fuertemente aquella mañana delante de ese joven, y no siéndole de modo alguno agradable la presencia de un testigo de las reconvenciones que aquél había dirigido a los mosqueteros, hizo, como suele decirse, la vista gorda.
Artagnan, por el contrario, muy en ánimo de seguir sus planes de conciliación y cortesía, se aproximó a los cuatro jóvenes, haciéndoles un profundo saludo acompañado de una graciosa sonrisa... Aramís inclinó ligeramente la cabeza, pero sin manifestar la más leve sonrisa. Por lo demás, los cuatro interrumpieron al punto su conversación.
Artagnan no era tan negado que no conociese que estaba allí de sobra, pro no tenía aún bastante mundo para salir airosamente de una posición falsa, como es generalmente la de un hombre que se reúne a personas a quienes apenas conoce, y se mezcla en una conversación que no le concierne. Buscaba, pues, interiormente un medio de sacarse lo menos mal posible de aquella situación embarazosa, cuando advirtió que Aramís había dejado caer en el sueño su pañuelo, y sin duda por inadvertencia tenía el pie puesto encima. Parecióle oportuna la ocasión de reparar su falta, y bajándose con el aire más gracioso que pudo, sacó el pañuelo de debajo del pie del mosquetero, a pesar de los esfuerzos que éste hacía para retenerlo, y entregándoselo dijo:
−Creo, caballero, que sentiríais perder este pañuelo.
El pañuelo estaba, en efecto, ricamente bordado, y se veía marcada una de sus puntas con unas armas y una corona. Aramís se puso encendido como el carmín y arrebató más bien que tomó el pañuelo de las manos del gascón.
−¡Hola! ¡Hola!−exclamó uno de los guardias.−¿Dirás ahora, discreto Aramís, que estáis en desgracia con madama de Bois Tracy, cuando esta hechicera dama tiene la atención de prestarte sus pañuelos?
Aramís lanzó a Artagnan una de esas miradas que hacen comprender a un hombre que acaba de hacerse un mortal enemigo, y añadió en seguida, recobrando su habitual dulzura.
−Os equivocáis, caballeros, este pañuelo no me pertenece, y no se por qué este hombre ha tenido el capricho de entregármelo a mí más bien que a cualquiera de vosotros; en prueba de ello, ved aquí el mío.
Diciendo esto, sacó del bolsillo su pañuelo, que era también muy elegante y de fina batista, sin embargo de que este género costaba en aquella época muy caro; pero no tenía bordado alguno, ni armas, y solo la cifra de su propietario.
Por esta vez Artagnan se quedó cortado enteramente, pues había conocido su torpeza. Pero los amigos de Aramís no se dejaron convencer a pesar de su negativa, y dirigiéndose uno de ellos al joven mosquetero, afectando un aire serio:
−Si fuera cierto lo que manifiestas,−le dijo−querido Aramís, me vería precisado a reclamártelo, pues como sabes, Bois Tracy es uno de mis íntimos amigos, y no puedo consentir que sirvan de trofeo las prendas de su mujer.
−No reclamarías debidamente,−respondió Aramís−y aún cuando reconociese la justicia de tu reclamación en cuanto al fondo, la resistiría en cuanto a la forma.
−El hecho es, añadió Artagnan con timidez, que no he visto caer el pañuelo del bolsillo del señor Aramís, sino solamente que éste tenía puesto el pie encima y he creído por esta circunstancia que el pañuelo era suyo.
−Y os habéis equivocado, querido señor−repuso con frialdad Aramís, muy poco satisfecho con semejante expresión. Y volviéndose en seguida hacia el guardia que se había manifestado amigo de Bois Tracy, continuó:−por otra parte, señor amigo íntimo de Bois Tracy me considero tan amigo de este caballero como tu mismo, y por consiguiente el pañuelo ha podido muy bien haberse caído tanto de tu bolsillo como del mío.
−No, a fe mía−exclamó el guardia de S.M.
−Tu jurarás por tu honor y yo bajo mi palabra, de modo que uno de los dos tendrá forzosamente que mentir. Hagamos, pues, una cosa mejor. Montarán y tomaremos cada uno la mitad.
−¿Del pañuelo?
−Si.
−Perfectamente,−exclamaron los otros dos guardias:−el juicio de Salomón.
−Por vida nuestra, Aramís, que eres hombre de ingenio.
Los jóvenes prorrumpieron en sonoras carcajadas, y como es de presumir, el asunto no tuvo otras consecuencias. Un instante después cesó a conversación, y los tres guardias y el mosquetero, apretándose cordialmente las manos, se marcharon, aquellos por un lado y Aramís por el otro.
−He aquí el momento de hacer las paces con este apuesto mancebo−dijo entre sí Artagnan, que se había mantenido algo apartado durante la última parte de aquella conversación; y acercándose con ese buen propósito a Aramís, el cual se alejaba sin parar mientes en él:
−Caballero,−le dijo−espero que tendréis la bondad de perdonarme.
−¡Caballero!−interrumpió Aramís−permitidme que os diga que no os habéis conducido en esta ocasión como conviene a una persona de honor.
−¡Qué! Supondréis...
−Supongo que no seréis un necio, y que sabréis muy bien, aunque recién venido de Gascuña, que no se pisan sin motivos particulares los pañuelos de bolsillo. París no se halla emparedado de bestias.
−Siento, caballero, que tratéis de humillarme de ese modo−repuso Artagnan, en quién el genio camorrista principiaba a sobreponerse a sus resoluciones pacíficas.−Soy gascón, es verdad, y supuesto que lo sabéis, no tendré necesidad de deciros que los de mi país son un poco sufridos, y que cuando han llegado a dar sus excusas, aunque sea por una necesidad, creen que han hecho la mitad y más de lo que les corresponde.
−Caballero, lo que os he dicho,−replicó Aramís−no es en ningún modo con ánimo de armar disputa. A Dios gracias no soy espadachín, y no siendo mosquetero más que interinamente, nunca me bato, sino cuando me veo precisado a ello, y eso con grande repugnancia. Pero esta vez, el negocio es grave, porque ay de por medio una dama a quién habéis comprometido.
−¡Yo! ¡Pues está bueno!−exclamó Artagnan.
−¿Por qué habéis cometido la torpeza de levantar ese pañuelo del suelo?
−¿Y por qué habéis cometido vos la torpeza de dejarlo caer?
−Ya os he dicho, y lo repito, caballero, que ese pañuelo no ha caído de mi bolsillo.
−¡Pues bien! Ya habéis mentido con ésta dos veces, porque yo mismo lo he visto caer.
−¡Hola ¡Lo tomáis en este tono, señor gascón! Pues bien, ya os enseñaré a vivir.
−¡Ya os lo dirán de misas, señor clérigo! Tirad al momento de vuestra espada.
−No haré tal, si lo tenéis a bien, amigo, o por lo menos, no en este sitio, ¿No veis que estamos frente a la casa de Aguillón, que está toda llena de hechuras del cardenal? ¿Quién me asegura que su eminencia no os haya encargado que le llevéis mi cabeza? Y os prevengo que la quiero con exceso, porque me parece que sienta muy bien sobre mis hombros. No rehúso mataros; en cuanto a este punto podéis estar tranquilo; pero deseo mataros con menos bulla, en un sitio cerrado y cubierto donde no podáis jactaros de vuestra muerte con persona alguna.
−Puede que así sea, pero con todo no confiéis demasiado, y llevad vuestro pañuelo, bien os pertenezca o no, porque tal vez tengáis que hacer uso de él.
−Sois gascón−repuso Aramís socarronamente.
−Si, pero el gascón nunca diferiría un duelo por una prudencia.
−Caballero, la prudencia e una virtud bastante inútil para los mosqueteros, pero indispensable a la gente de la iglesia; y como yo no soy mosquetero sino provisionalmente, necesito ser prudente. A las dos tendré el honor de esperaros en el palacio del señor de Treville. Ahí os indicaré sitio muy a propósito.
Saludáronse los jóvenes y en seguida se alejó Aramís subiendo por la calle que conducía al Luxemburgo, mientras Artagnan, viendo que se acercaba la ora, tomaba el camino del Carmen Descalzo, diciendo para si:
−Seguramente ya no puedo volverme atrás; pero al menos, si he de ser muerto, lo seré por un mosquetero.

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