6.01.2004

Los Tres Mosqueteros

Capítulo V [Los mosqueteros del rey y los guardias del cardenal]
En París, no conocía a nadie Artagnan, así es que se dirigió al sitio en que había quedado citado con Athos, sin cuidarse de buscar padrino, decidido a contentarse con los que llevara su adversario. Por otra parte había hecho propósito firme de dar al valiente mosquetero todas las excusas convenientes, aunque sin muestras de flaqueza, temiendo que el estado en el que se encontraba, no le fuese en ningún caso favorable, pues vencido se engrandecería el triunfo de su antagonista, y vencedor podía ser acusado de felonía.
En cuanto a lo demás, o no hemos delineado bien el carácter de nuestro joven aventurero, o el lector habrá debido conocer que no era un hombre vulgar. Así es que, repitiéndose mil veces que su muerte era inevitable, no por eso se resignaría a morir tranquilamente como hubiera hecho quizás en su lugar otro, no tan valiente ni tan casado. Reflexionó acerca de los distintos caracteres de las personas con quienes iba a batirse y empezó a ver más clara su situación. Esperaba, por medio de las disculpas leales que llevaba preparadas, ganarse la amistad de Athos, cuyo aire de gran señor y grave continente le agradaban sobremanera. Lisonjeábase de infundir miedo a Porthos con la aventura del tahalí, la cual, en caso de quedar él con vida, podía contar a todo el mundo y diestramente manejada pondría a Porthos en ridículo; y por último, respecto al disimulado Aramís, no concebía el menor temor, y en la suposición de que pudiese llegar a medir su acero con él, se proponía despacharle pronto y bien, o cuando menos, herirlo en el rostro, como aconsejaba César que se hiciese con los soldados de Pompeyo, y estropear para siempre aquella belleza de que se manifestaban tan orgullosos.(...)
(...)Cuando Artagnan llegó a divisar el terreno despoblado que se extendía al pie de aquel monasterio, hacía solo cinco minutos que Athos estaba aguardando y daban las doce en aquel momento. Fue pues tan puntual como la samaritana; y el casuista más exigente en materia de duelos, nada hubiera tenido que decir.
Athos que sufría cruelmente con su herida, aún cuando había sido nuevamente curada por el cirujano del señor de Treville, se hallaba sentado en un guardacantón, esperando a su adversario con aquel continente tranquilo y aquel aire de dignidad que jamás le abandonaban. En cuanto vió a Artagnan se levantó y dio algunos pasos como era para salirle al encuentro. Este por su parte se acercó a su adversario con la gorra en la mano y arrastrando la pluma por el suelo.
−¡Caballero!−dijo Athos, he citado a dos amigos míos que han de servir de padrinos, pero no han llegado todavía. Me admira que tarden tanto, pues no es esta su costumbre.
−Yo no traigo padrino,−dijo Artagnan−porque habiendo llegado ayer a París, no conozco nadie más que al señor de Treville, a quién he venido recomendado por mi padre, que tiene el honor de contarse de algún modo entre sus amigos.
Athos quedó por un momento pensativo.
−¿No conocéis a nadie más que al señor de Treville?−preguntó
−A nadie más, caballero.
−Eso es otra cosa,−continuó Athos, hablando en parte consigo mismo y en parte con Artagnan−pues veo que si os mato, tendré todas las apariencias de un traga−niños
−No tanto, caballero,−repuso Artagnan con un saludo que no carecía de dignidad;−no tanto, pues me hacéis el honor de batiros conmigo, a pesar de la herida que os deberá incomodar mucho.
−Mucho me incomoda, a fe mía, porque os advierto que me habéis hecho un daño de todos los diablos; pero tiraré con la mano izquierda, que es mi costumbre en semejantes circunstancias. No vayáis a creer por eso que os concedo ninguna ventaja, pues me bato igualmente con una mano que con otra. Aún será peor para vos, porque un zurdo es sumamente embarazoso para las personas que no están acostumbradas; así es que siento no haberos manifestado esta circunstancia.
−Seguramente, caballero,−dijo Artagnan inclinándose de nuevo−tenéis una cortesanía a la que no puedo menos que estar agradecido.
−Me dejáis confuso, joven−replicó Athos con el aire de dignidad que le era propio; hablemos de otra cosa, si os parece. ¡Canario, y cuanto mal me habéis hecho! El hombro se me arde.
−Si me permitieses...−dijo Artagnan con timidez
−¿El qué?
−Tengo un bálsamo maravilloso para las heridas, bálsamo que me regaló mi madre, y cuyos buenos efectos he tenido ocasión de experimentar en mi mismo.
−¿Y qué os ocurre?
−Mirad, estoy seguro que en menos de tres días este bálsamo es curaría; pasado este término y cuando ya estuvieseis perfectamente curado, sería un honor para mi medir con vos mi espada.
Artagnan pronunció estas palabras con una sencillez que realzaba en extremo su cortesanía, sin que por ello menoscabe en lo más mínimo su valor.
−Por vida mía, caballero,−dijo Athos−ved ahí una proposición que me agrada, aún cuando de ningún modo piense aceptarla, pues desde luego está indicando que es la expresión de todo un caballero. Así era como hablaban y se conducían aquellos héroes del tiempo de Carlo Magno, que debieran servirnos de modelo; pero desgraciadamente no nos hallamos en los tiempos del grande emperador, si no en los del cardenal, y de aquí a tres días llegarían a saber, por muy guardado que estuviera el secreto, que debemos batirnos, y tratarían de impedirlo... pero ¡que diablos! Esos calmosos parece que no quieren venir.
−Si tenéis mucha prisa−dijo Artagnan a Athos con la misma sencillez con que poco antes le había propuesto diferir el duelo por tres adías,−si tenéis mucha prisa y deseáis despacharme sin pérdida de tiempo, no os detengáis por eso.
−He ahí otra proposición que me agrada sobremanera.−dijo Athos haciendo un gracioso movimiento con la cabeza−y que revela en la persona que así se produce, talento y valor. Caballero, me gustan los hombres de verdadero temple, y si no nos matamos uno a otros, tendré un verdadero placer en cultivar vuestro trato. Esperemos a esos caballeros, si no lo lleváis a mal, pues tengo tiempo de sobra, y así irá todo más en regla. ¡Ah! Ya creo que tenemos ahí a uno de ellos.
En efecto, al extremo de la calle de Vaugirard se distinguía al hercúleo Porthos.
−¡Cómo!−exclamó Artagnan−, ¿es M. Porthos uno de vuestros testigos?
−Si, por cierto; ¿os desagrada acaso?
−De ningún modo.
Artagnan se volvió hacia donde Athos dirigía su vista, y reconoció a Aramís.
−¡Cómo!−exclamó aún más admirado que la primera vez−; ¿es M. Aramís vuestro segundo testigo?
−Ciertamente; ¿no sabíais que jamás se nos ve al uno sin los otros, y que nos llaman entre los mosqueteros y entre los guardias, en el palacio y en la ciudad, Athos, Porthos y Aramís o los tres inseparables? Nada tiene de extraño, pues ocmo acabáis de llegar de Dax o de Pau...
−De Trabes, interrumpió Artagnan
−No tenéis motivo para saber esta circunstancia, prosiguió Athos.
−A fe mía,−dijo Artagnan, vuestro nombre es en extremo conocido, y si mi aventura llega a hace algún ruido, probará al menos que vuestra unión no se halla fundada en meros contrastes.
A este tiempo se acercó Porthos, saludó con la mano a Athos y volviéndose a Artagnan, se quedó algo sorprendido.
Debemos notar de paso que había cambiado de tahalí y se había quitado la capa.
−¡Hola!−exclamó−: ¡qué significa esto?
−Este es el caballero con quién voy a batirme,−dijo Athos indicando a Artagnan y saludándole con la mano−
−También yo debo batirme con él,−dijo Porthos
−Pero a la una, que es la hora convenida−repuso Artagnan.
−Y yo también estoy citado con este caballero,−dijo Aramís llegando a su vez a donde estaban sus compañeros.
−A las dos, añadió Artagnan con la misma calma.
−¿Y cual es el motivo de tu duelo?−preguntó Aramís a Athos.
−El haberme tropezado en el hombro, causándome un daño terrible.
−Y tu Porthos, ¿por qué te bates?
−Me bato... porque me bato,−respondió Porthos poniéndose colorado−.Athos, a quién nada se le escapaba, sorprendió una ligera sonrisa en los labios del gascón.
−Hemos tenido una disputa sobre el modo de vestir,−dijo el joven.
−¿Y tú, Aramís?−preguntó Athos.
−¿Yo? Por una cuestión teológica,−respondió Aramís haciéndole una señal a Artagnan, como rogándole que guardase secreto sobre la causa del desafío.
Athos descubrió otra sonrisa en los labios de Artagnan.
−¿De veras?−dijo Athos.
−De veras; un punto de San Agustín, sobre el cual no estamos acordes, respondió el gascón.
−Seguramente es hombre de talento,−dijo para si Athos.
−Ahora que estáis reunidos, caballeros, permitidme haceros presentes mis disculpas.
Al oír la palabra disculpas, la frente de Athos se cubrió de una nube sombría; una desdeñosa sonrisa vagó entre los labios de Porthos, y un signo negativo fue la respuesta de Aramís.
−No me comprendéis, caballeros,−dijo Artagnan levantando su cabeza, sobre la cual caía en aquel momento un rayo de sol que doraba las facciones delicadas y atrevidas de su fisonomía−; yo pretendo excusarme para el caso en que no pueda satisfacer mi deuda a los tres, porque M. Athos tiene el derecho de matarme primero, lo que quita mucho de su valor a vuestra deuda, M. Porthos, y hace la vuestra casi incobrable, M. Aramís. Y ahora, caballeros, os lo repito, excusadme, pero solo en este concepto; ¡en guardia!
A estas palabras y del modo más noble que imaginarse pueda, Artagnan tiró de su espada.
La sangre se le había subido a la cabeza, y en aquel momento habría medido sus armas con todos los mosqueteros del reino, como lo hacía entonces con Athos, Porthos y Aramís.
Eran las dos y cuarto. El sol se hallaba en su cenit, y el sitio escogido para teatro del duelo se hallaba expuesto a oda la fuerza de sus rayos.
−Mucho calor hace,−dijo Athos sacando a su vez la espada−; sin embargo, no me atrevo a quitarme la ropilla, porque he sentido ahora poco que de mi herida brotaba sangre, y temería incomodar a este caballero mostrándole sangre que no hubiese derramado por su propia mano.
−Ciertamente, caballero, repuso Artagnan; ya sea derramada por mí o por otro, os aseguro que veré siempre con mucho pesar la sangre de un hombre tan valiente; me batiré pues, con ropilla lo mismo que vos.
−¡Vamos, vamos!,−dijo Porthos, basta de cumplimientos y tened presente que esperamos nuestro turno.
−Hablad por vos sólo, Porthos, cuando se os ocurra decir cosas tan fuera de propósito,−interrumpió Aramís; pues por lo que a mi hace, encuentro muy en su lugar lo que estos caballeros se dicen, y me pacer muy propio de hombres de honor.
−Cuando gustéis, caballero,−dijo Athos poniéndose en guardia.
−Esperaba vuestras órdenes,−dijo Artagnan cruzando su espada−.
Pero apenas habían chocado las dos armas enemigas, cuando un piquete de guardias de su eminencia mandado por M. de Jussac, apareció por una de las esquinas del convento.
−¡Los guardias del cardenal!−exclamaron a un tiempo Porthos y Aramís−. ¡Envainad las espadas!
Pero ya era tarde. Los combatientes habían sido sorprendidos en una actitud que no dejaba la menor duda acerca de sus intenciones.
−¡Hola!−gritó Jussac adelantándose hacia ellos y haciendo señal a sus hombres de que lo imitaran; ¡hola! Mosqueteros, ¡un desafío! ¿y los edictos de qué sirven?
−Sois por cierto muy generosos, señores guardias,−dijo Athos encolerizando porque Jussac era uno de los agresores del la antevíspera. Si viésemos nosotros que ibais a batiros, seguros podíais estar de que no os lo estorbaríamos. Dejadnos, pues, terminar nuestras diferencias, y os proporcionaréis con ello un rato de placer que no os costará nada.
−Señores,−dijo Jussac−, con mucho sentimiento os anuncio que me es imposible acceder a vuestros deseos. El deber es antes de todo: con que así, envainad vuestras espadas y seguidnos.
−Caballero,−dijo Aramís remedando a Jussac, con mucho placer obedeceríamos a la graciosa invitación que acabáis de hacernos, si eso dependiera de nosotros, pero desgraciadamente no es posible, porque al señor de Treville nos lo ha prohibido; con que así, seguid vuestro camino que es lo mejor que podéis hacer.
Esta salida exasperó a Jussac.
−Os daremos una carga si tratáis de desobedecer,−exclamó.
−Ellos son cinco,−dijo Athos a media voz−, y nosotros no somos más que tres; vamos a ser derrotados y tendremos que morir aquí, pues por mi parte declaro formalmente que no me vuelvo a presentar vencido delante del capitán.
Athos, Porthos y Aramís se aproximaron unos a otros mientras Jussac alineaba a sus soldados.
Este momento bastó a Artagnan para tomar su partido, era este uno de aquellos acontecimientos que deciden de la suerte de un hombre; tenía que elegir entre el rey y el cardenal, y perseverar en su elección una vez que la hubiese hecho. Batirse, es decir, contravenir la ley, o en otros términos, arriesgar su cabeza, haciéndose de un golpe enemigo en la persona del ministro, más poderosa que la del mismo rey; he aquí las reflexiones que se agolparon a imaginación del joven; pero debemos decir en elogio suyo que no titubeó ni un momento. Así es que, volviéndose a Athos y a sus amigos:
−Señores,−les dijo−, tengo que hacer una observación a vuestras palabras. Habéis dicho que no erais más que tres, pero a mi me parece que somos cuatro.(...)

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